Perdedor (Cuento, 2005)

El tachero acelera cada vez más y en vez de doblar por Garmendia sigue derecho y entra a las vías del tren. Yo pienso que nos vamos a matar. El tipo casi vuela, al ras de las vías. Nos gritan desde afuera que salgamos, que por ahí no. Me despierto y salgo rápido de la cama, como queriendo escaparme y cambiar de aire.

Leo el diario por Internet. Más que nada deportes, el resto me aburre. Fallos de la corte, protestas y manifestaciones y un artículo sobre tecnología que quiere ser vanguardista, pero solo evidencia que estas noticias se generan en otro lado. En realidad, no se si lo leo el diario. Lo veo. Tengo que confesar que no tiene la misma contundencia la Internet. Cuando algo pasa en el papel, pasa de una forma más rotunda, más real. Papelismo, que le dicen. Ya se nos pasará.

Un poco más tarde, mientras preparo un café, me debato sobre el utilitarismo. Si lo que voy a hacer hoy tiene que servir para algo. Concluyo que no, que la vida es un conjunto de sensaciones sin más significado que un buen polvo, inventar un teorema o una grande de napolitana. Y entonces pienso que llegar un rato más tarde a la oficina no le va a hacer mal a nadie. Me siento un vago.

En cualquier momento se levanta mi mujer, pero ya no estoy para saberlo, nos divorciamos hace 5 años. Ella tiene otro y yo sigo pensando en ella. Igual, las pocas veces que hablamos Eva me dice que me extraña mucho y al final yo la termino consolando. Llora, con ese llanto de mujer desahuciada que necesita de ese hombre protector de todas las cosas y después se queda callada, me dice que hablamos otro día y no me llama más. Yo tampoco hasta que no aguanto más después de algunas semanas y la vuelvo a llamar.

Ahora evalúo la posibilidad real de que yo sea un perdedor. Hay grandes probabilidades, al menos eso es lo que dice mi mamá. Justo llama porque quiere saber si voy a cenar esta noche, hay guiso de lentejas como a mi me gusta. Por un momento existe una pugna en mi interior: guiso de lentejas o la rubia tetona del sábado. Gana la rubia, es que necesito verificar si es una idea mía o la chica tiene una deformidad. Le pongo una excusa de trabajo que creo que se da cuenta de que es mentira. Igual me dice que no me preocupe, que me guarda en el freezer. Creo que tomé una buena decisión. Mi viejo dice de atrás que si no voy no deberían guardarme nada. Mi vieja lo calla con un shhhhu de lechuza. Después me dice algunas cosas más, pero como usa un inalámbrico y se aleja mucho de la base, no le entiendo nada. Igual le digo todo que ajá, le mando un beso y cortamos.

Mi papá no es mi papá, sino que es el marido de mi mamá pero desde que yo tenía un año, así que es como mi papá. Siempre dicen que somos muy parecidos y yo me río para adentro y no digo nada. Por ahí la gente se parece físicamente no sólo por un tema genético, sino que de hacer tanto tiempo los mismos gestos y hablar igual, el cuerpo se moldea de una forma similar. O por ahí la gente siempre tiene necesidad de decir alguna pelotudez y lo primero que se le ocurre es eso. De todos modos, no tiene parangón con el comentario meteorológico, que sin duda alguna ocupa el primer puesto en el ránking de Small Talk.

El café está demasiado frío para terminarlo, así que lo apoyo en la pileta, abro la canilla y el agua va entrando en la taza, decolorando la solución hasta convertirla en transparente. Incolora, inodora e insípida, me enseñaron en la escuela. Lo dejo ahí, total, después lavo todo junto o por ahí alguna amiga se apiada de mí y saca el inexorable peso que en mis hombros causa la indigna tarea.

Una buena táctica para no perder tiempo es llamar al ascensor antes de terminar de reunir todas las pertenencias necesarias para emprender la retirada. Repaso mental: celular, llaves del auto, llaves del departamento, billetera, papeles del auto. Mientras las figuras de los objetos se van dibujando en mi cabeza, voy autopalpándome con ademanes policíacos en busca de la verificación empírica de las certezas de mi memoria. Finalmente, pero dejándome tiempo de sobra para los últimos preparativos, llega la vieja caja enrejada que tantos cuerpos (gordos, flacos, grandes, chicos, de perros) y objetos (muebles, bicicletas, bolsas de basura, paquetes) ha tenido que soportar a lo largo de los más de 30 años que presta solemne servicio.

La oficina es un plomo. Mi jefa está especialmente pesada y necesita todo para ya. Yo tengo que terminar un juego apasionante que encontré en Internet y casi no pude avanzar entre tantos reportes e informes. Llamo al celular de la rubia y me da un ruido raro, entre sonando y ocupado pero me parece que no es ninguno de los dos. Le pido a la recepcionista que llame cada 20 minutos y que cuando suene que me pase, le explico que es importantísimo, estratégico le digo.

Tipo 5 de la tarde me llama la recepcionista y me pasa. Todavía sigue sonando hasta que atiende un contestador. Se llama Sol. Le dejo un mensaje con mi número de celular y por las dudas le recuerdo un fragmento nuestra charla del sábado. En realidad, el único fragmento que me acuerdo. No me llama en toda la tarde y me voy a casa pensando que sería mejor comer el guiso fresquito, sin proceso Walt Disney – microondas.

Al llegar a casa me doy cuenta que el celular no tiene señal. Subo al ascensor y en el octavo veo que la señal tiene una rayita. En el noveno dos. En el décimo una, en el undécimo sin señal de vuelta. Abro la puerta y la vuelvo a cerrar. El ascensor se para y espera mis nuevas órdenes. Reset. Toco el nueve y espero. Al rato llega el sobrecito indicador de mensajes. Aprieto veloz toda la combinación de teclas necesaria para escuchar mis mensajes, aún superponiéndome a las lentas y agobiantes voces femeninas que, por enésima vez, me indican qué debo tocar para manipular mis mensajes y otras opciones que nunca voy a usar. Dos mensajes nuevos. El primero es de mi mamá. Una mala: se descompuso la heladera, dice que no me va a poder guardar el guiso, que si quiero puedo pasar más tarde después de trabajar o que si no puedo pasar a desayunar y me calienta un poco, aunque sea para que pruebe. La viva imagen del café con guiso de lentejas se desvanece al comenzar el segundo mensaje. Es Sol. Una buena: dice que nos vemos en un bar de San Telmo, a las diez y media.

Como me sobra tiempo pongo dos salchichas en una fuente de vidrio y meto todo en el microondas. Estimo unos 5 minutos. Me quedo monitoreando a través de la ventanita la cruel acción de las ondas sobre las pobres salchichas, pero a los dos minutos me distraigo con una puerta que insistentemente golpea por acción del viento. Me ocupo de la enojosa situación y cuando vuelvo al microondas ya es demasiado tarde y las salchichas están muy arrebatadas. Además caigo en la cuenta de que debería haber puesto agua en la fuente. Igual, las pongo en un plato y con mayonesa, mostaza y ketchup dibujo 3 espirales ascendentes. Agrego dos rodajas de pan lactal que resiste estoicamente, aún superada con creces la fecha de vencimiento que indica el fabricante. Voy a living, me desplomo sobre el sillón y prendo la televisión con el pie, porque el control remoto está sobre una mesita a la que no llego con mi mano libre. Se enciende en un canal de los de por arriba, que nunca sé bien cómo se llama. Dan un reality show de gordas que tienen que encerrarse en una casa y bajar no sé cuántos kilos. Justo veo a dos gordas que se pelean por un pedazo de tarta que no tiene muy buena pinta. Cambio de canal y me quedo colgado con un policial donde buscan al asesino de una anoréxica.

Me quedé dormido y cuando me despierto son las diez y cuarto. Soñé con mi ex que me decía lo reprochable que era no comer el guiso de lentejas de mi mamá. Después yo cortaba chorizo colorado con mi papá en la cocina mientras mi mamá veía la novela. Los chorizos eran larguísimos y no terminábamos nunca. Me levanto del sillón y me doy cuenta de que tengo tres espirales de grasa en la camisa. Me cambio y me pongo una remera negra que dice “Wild Youth” y una campera de jean que pensé que ya había regalado hace mucho tiempo.

Llamo el ascensor y mientras tanto apago la tele y busco todo lo que necesito para salir. Subo al ascensor y aprieto el nueve. Ahí tengo señal, ahora tres rayitas. Llamo a Sol y le digo que estoy un poco atrasado. Me dice que no me preocupe, que me espera tomando un café. Buena onda, pienso, y aprieto el botón PB.

Mientras dormía se largó a llover bastante feo así que la media cuadra que camino hasta el auto me hace acordar a los carnavales que pasábamos con mis primos en Villa del Parque. Llego empapado y no encuentro las llaves del auto, que están en el último bolsillo que reviso. Entro mojado hasta las orejas, enciendo el motor y salgo despacio porque la lluvia no me deja ver nada y los limpiaparabrisas no los arreglé desde que se me cruzó el viejo con la bicicleta. Mientras estoy pensando en eso veo parado en el semáforo al viejo con bicicleta nueva. Cuando paro al lado me saluda detrás del nylon que le cubre la cabeza.

Sol está sentada en una mesa del fondo, cerca del baño aunque el bar está casi vacío. Pierdo medio minuto pensando por qué alguien puede elegir esa mesa. No encuentro respuesta y decido no hacerme más preguntas por el día. Bajo del auto y cuando entro al bar Sol me reconoce en seguida. Me doy cuenta por su cara que, aunque no se modifica mucho, deja entrever una débil mueca. Me acerco, repetimos nuestros respectivos nombres, nos damos un beso en la mejilla y me siento en frente sin sacarme la campera de jean. Me pregunta si me mojé mucho y sólo sonrío. Ella toma un cortado en un jarrito transparente y tiene un plato con miguitas que denuncian la desaparición de alguna medialuna. Llama al mozo con gesto decidido y me pregunta qué tomo. Yo le digo un café y ella lo repite al mozo, como si yo hablara un idioma diferente y ella tuviera que hacer las veces de intérprete.

La exploro con la mirada mientras me cuenta una anécdota del sábado. Es más linda de lo que me acordaba. Me dice que estudió ingeniería química pero que no le interesa. Tiene una empresa de publicidad. Siento que nada de lo que tengo para contarle sobre mí puede interesarle, pero ella parece divertirse con las cosas que digo. Como no puedo dejar de pensar en eso, se lo confieso. Ella me explica que se la pasa todo el día rodeada de gente que cree que tiene cosas interesantes para decir y que conmigo se divierte y se relaja. Eso me hace sentir bien y me suelto un poco más.

El café no vino nunca, y cuando ella se da cuenta se enoja y propone que nos vayamos a otro lugar a lo que asiento obediente. Deja un billete de cinco en la mesa y nos levantamos. El mozo presiente la tensión y hasta creo que dice algo como que ya sale, pero ninguno de los dos lo mira y seguimos camino a mi auto. Me dice que conoce un lugar buenísimo por Caballito y me va indicando el camino sin titubear.

El pub está bastante bueno muy a pesar de mis prejuicios. Hay mucha gente por ser un día de semana y la música es estimulante. Pedimos unos tragos de nombres imposibles de retener más que del recorrido de la mirada desde la carta a la moza. Sol sigue hablando pero yo ya no la escucho, estoy pensando si tocarle la mano que tiene apoyada en la mesa o acercar mi cara para decirle algo o buscar una excusa de una basurita en el ojo o una miguita en la comisura del labio. Finalmente, pongo mi mano cerca de la de ella. No la mueve y sigue hablando, como si nada, pero sé que sabe que mi mano está cerca. Sigo un poco mojado, pero me muero de calor y el corazón me late tan rápido que me parece que se va a salir e ir solo hasta casa. Muevo mis dedos y rozo la punta de los de Sol. Me pregunta si yo pienso terminar la carrera. Le explico casi automáticamente que el trabajo de la oficina no me deja tiempo para nada y que el poco tiempo que me queda lo quiero para disfrutarlo y pasarla bien. Me mira en sutil tono de reproche. Mi mano se mueve nuevamente, esta vez arriba de la de ella. Se queda callada. Hay unos segundos de silencio pero no es incómodo. Ahora o nunca. Con la otra mano le acaricio la cara. Ya no hay vuelta atrás. Me inclino hacia delante y el corazón creo que ya se me salió. La voy mirando en el transcurso del viaje de mi boca hacia su boca, no se mueve. La potencial frustración por un rechazo me causa mucho miedo. Dudo una milésima de segundo, pero no se me ocurre nada para abortar el proceso y no quedar como un estúpido y un cobarde. Unas milésimas después creo que ver que entrecierra sus ojos y eso me da fuerza adicional para continuar el trayecto. Mi boca encuentra su boca. Siento alivio. Tiene los labios tibios y secos. El beso es dulce, sutil, delicado y sin lengua. Vuelvo a mi posición original y nos sonreímos. Noto que tiene un canino con funda, de un color levemente distinto a los otros, más oscuro, pero me resulta simpático. Mientras le cuento unas ideas que tengo para algún día escribir un guión cinematográfico pienso si será más conveniente tener sexo hoy o en nuestra próxima salida. Me recuerdo mi promesa de no hacerme preguntas y me digo que sea como tenga que ser. De todas formas, una instancia de pensamiento paralelo ya decidió que la mejor estrategia es construir la imagen de tipo que no tiene apuro y no intentar nada hoy.

La conversación es divertida y Sol es muy inteligente, tanto que pienso que deberían haber reservado sus tetas para alguna otra mujer en inferioridad de condiciones intelectuales. El beso parece no haber modificado los acontecimientos, salvo por la tranquilidad que le proporciona a mi cabeza.

Me doy cuenta de que debo parecer bastante estúpido mordiendo la pajita como un perro rabioso, el plástico retorcido y babeado cuelga de mi boca. Lo saco y rápidamente va a parar al fondo de mi vaso de trago largo. Sol no parece advertirlo porque sigue sonriendo y contándome sus ideas para un comercial de forros. No sólo porque la música se está poniendo muy fuerte y muy punchi-punchi creo que es tiempo de irnos: estuvo demasiado bien para arruinarlo con mi incipiente borrachera, después de una cantidad de tragos que no podría precisar.

La llevo a Sol a su casa y la despido con un beso largo en la puerta. La veo alejarse por el pasillo, pienso que puede funcionar. Cuando vuelvo al auto no lo puedo arrancar, otra vez la batería. Paro un taxi y le digo que me lleve a casa. Cuando estamos por cruzar la Chacarita le pido por favor que se desvíe y no tome Garmendia.

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